Dentro de mi digno, en ocasiones honroso, paso por la universidad, hay una rama del conocimiento a la que nunca pude acceder realmente. Pero no fue falta de voluntad. Fue el puro azar.
El semestre en el que había que tomar Probabilidades decidieron adelantar el horario de inicio de clases en el Campus San Joaquín. El primer módulo comenzaría a las ocho en punto. Para evitar el taco, dijeron. Pero yo no tenía la culpa del taco. Yo llegaba al campus a dedo. Desde la casa de mis papás en La Reina hacía dedo hasta Vespucio. En La Reina éramos todos como amigos, así que el primer tramo era fácil. En Vespucio había que tener ojo, pero el sistema funcionaba. Me paseaba entre los autos como vendedor de flores, mi dedo en alto y la vista en las caras de los conductores. Con un poco de experiencia pude identificar rápidamente a los que tenían cara (y auto) de San Joaquín. Una vez identificados era fácil. Los miraba y les sonreía, haciéndoles ver que yo sabía que iban allá. Y ellos sabían que yo sabía. Y yo sabía que ellos sabían que yo sabía. Y la tensión de no llevarme se les hacía tan insoportable que terminaban abriéndome la puerta.
Pero el semestre en que adelantaron la hora de entrada, todo empezó a fallar. Había menos taco en el semáforo, menos chances de encontrar una cara San Joaquín. Y cuando las encontraba, las caras venían con sueño, atrasadas, no miraban a los ojos. El juego dejó de funcionar. Me tuve que levantar más temprano, iterar en muchos más semáforos para que resultara. Y el camino de ida era terrible. Zombis en un auto por Vespucio. Sin hablar, con sueño, enojados. No volví a hacer amistades haciendo dedo.
Mi primera clase era Probabilidades. Llegaba ahí con sueño, con frío. Con el mal sabor del viaje. Y el profesor hablaba de fórmulas que representaban cosas que nunca podían tocarse. Que difícilmente podían imaginarse. Así que nunca entendí. Me limité a aprender las fórmulas y sacar los ejercicios, rasguñar las pruebas y responder como simio amaestrado. Pero lo que se llama entender, iluminarse, sonreír agradecido con un poquito más de mundo explicado, nunca lo logré.
La lucha duró varios semestres. Después de probabilidades vino Inferencia y luego Econometría. Me arrastré como soldado herido por esos tres semestres. Y si no fui destrozado por el enemigo fue en gran parte gracias a soldados más fuertes que me llevaban en los hombros. La noche antes de la prueba de inferencia llegaba a la casa de la Lore. Su pololo, Edo, que es un sádico, disfrutaba de mis penurias mientras comía pizza de peperonis. La Lore, que es una santa, trataba de responder a mis preguntas que eran de carácter práctico y general, estilo: ¿Qué tengo que aprender para sacarme un azul mañana?
En ocasiones también trataba de ayudarme O’Briyen, una de las personas más inteligentes y más flojas que conozco. Es una combinación extraña, pero en O’Briyen funcionaba muy bien. Su método de estudio era el siguiente. Antes de la prueba resumía toda la materia en una sola hoja de su archivador tamaño escolar. Su resumen no eran palabras, eran gráficos, esquemas y símbolos que solo él podía entender. Luego se tiraba en un sillón por un tiempo que variaba entre uno y cinco minutos a mirar fijamente sus jeroglíficos. Luego largaba un triunfante: ¡listo! y partía a prepararse una piscola o bien se tiraba a dormir en el sillón mientras el resto resolvíamos guías, resumíamos, leíamos y, en general, sufríamos. Al día siguiente siempre estaba entre las cinco mejores notas. En ocasiones, después de haber procesado la información para la prueba, O’Briyen trataba de explicarme algunas distribuciones y fórmulas. Pero yo pienso como una lenta e ineficiente locomotora aristotélica. Y lo de O’Briyen eran económicas y silenciosas secuencias de ceros y unos. Y entremedio piscola. No había entendimiento posible. O’Briyen terminó siendo ayudante de Probabilidades y yo seguí raspando los cuatros hasta que logré superar todo aquello y entrar en materias un poco menos inciertas.
Sin embargo, llegamos a ser buenos amigos. Algunos semestres después, pocos veranos antes de terminar la carrera hicimos un viaje a México. El mochileo más épico de mi vida. Y fue en ese viaje cuando escuché la mejor explicación sobre la inutilidad de todos los esfuerzos por comprender el azar. Estábamos en la estación de buses de Oaxaca comprando boletos para Palenque, unas ruinas perdidas en medio de la selva de Chiapas. Eran los mejores tiempos del subcomandante Marcos y la guerrilla Zapatista. El rumor entre los asustados turistas era que el camino a Palenque podía ser peligroso. La guerrilla detenía buses, asaltaba a los pasajeros y tomaba rehenes. Habíamos ido a México en busca de aventuras, pero nunca tanto, así que le preguntamos al vendedor de pasajes si era verdad que la guerrilla asaltaba buses. El mexicano asintió. «A veces sí», dijo. Entonces O’Briyen se adelantó y le preguntó qué probabilidades había de que asaltaran un bus.
– Pos que yo le voy a explicar de las probabilidades -el vendedor de boletos le habló a O’Briyen con el tono de quien explica algo muy obvio a un niño muy chico-. Imagínese que yo le digo que lo pueden asaltar y entonces usted no toma el bus y pos que al bus lo asaltan. O yo le digo que la probabilidad es que no lo asalten y usted toma el bus y lo asaltan. ¿Entonces para que le sirven las probabilidades ahí?
O’Briyen abrió la boca pensando la mejor forma de explicar tres semestres en una frase. Pero desistió de inmediato.
– ¿Ve? La probabilidades no sirven para nada -concluyó el vendedor con una sonrisa.
Con el correr del tiempo nos reímos muchas veces de aquella frase. Pero, aunque nunca lo hayamos admitido, en ese momento; sucios, hambreados y asustados en la estación de buses de una ciudad desconocida, le encontramos toda la razón del mundo.