Había decidido renunciar a mi bien remunerado trabajo para empezar mi propio negocio (idea discutible) y con mi socio Parrao se nos ocurrió partir «de a poco» (mala idea) e instalamos nuestra oficina en mi departamento (pésima idea).
En ese tiempo yo estaba tan soltero como un grifo. El departamento que arrendaba en calle Lota era ideal en casi todos los aspectos, salvo al dormir y cocinar. Me dormía tarde por el ruido de los borrachos recogiendo sus autos luego del carrete en el barrio Suecia y me despertaba temprano, con el ruido de las micros que pasaban rugiendo bajo mi ventana a partir de las seis de la mañana. En cuanto al cocinar, estoy seguro que el arquitecto que inventó las cocinas americanas, estoy seguro, nunca se tuvo que hacer un salmón a la plancha y luego, satisfecho, tratar de olvidarlo. Era una cocina para abstemios gastronómicos, cosa que nunca he sido. Así que mi departamento-oficina olía a una mezcla de todos los sabores y cocimientos del mundo que podía ser apetitosa o insoportable según tu estado de ánimo y disposición hacia las experiencias exóticas.